El arbolado de las calles, parques y jardines de nuestras ciudades y pueblos cambia la fisonomía del escenario público y privado a lo largo de todo el año pero, en estos días, provoca que millones de hojas cubran plazas, aceras y “alcantarillas”. Mientras que unos pensamos que deberíamos considerarnos afortunados por contar en las urbes con seres vegetales que, además de enriquecer nuestro ambiente de oxígeno, belleza y, en algunos casos, truncando o camuflando tropelías urbanísticas, enarbolan los cambios vitales y necesarios de la natura. Esta metamorfosis que rompe la rutina y la inmovilidad en el seno de los artificios a otros ciudadanos, sin embargo, les producen urticaria y malestar, poniendo en cuestión el mismo devenir natural. El otoño es una época de entretiempos con incluso algún veranillo, el de San Miguel o el de San Martín pero también dado a gruñidos y rebufos que, sin pararse a pensar, algunas voces enarbolan reclamando la inmediata limpieza de hojas y restos vegetales, reivindicando los sinsabores de los esquemas cementosos, uniformes y grises de los pavimentos urbanos. Son esas mismas voces las que desean que las podas se hagan con la hoja aún en el árbol evitando que su “fatal” desprendimiento ensucie las calles y así nadie tenga que sufrirlas o recogerlas. Una retahíla de consideraciones que nada o poco tienen que ver con una visión conciliadora con la naturaleza, muy distante de los obvios ciclos del mundo vegetal.
¿Quién no ha buscado la sombra de un árbol durante el verano? ¿Quién ha renunciado a aparcar su coche bajo un árbol? ...o acaso ya nadie recuerda en su infancia haber pataleado montones de hojas. Los niños lo han celebrado estos días. Incluso algunos lo han recibido en sus aulas: un ser marrón plagado de hojas y tal vez portador de otros tesoros como setas, castañas o membrillos. Mientras ellos celebran el anticipo del invierno, época de frutos, bayas y muchos otros prolegómenos del frío, posiblemente muchos de los padres y madres, insisten en negar la evidencia renunciando a la esencia de un bien preciado: el arbolado caducifolio de las ciudades y pueblos. La lejanía de la infancia y la delicada memoria nos entregan sin condiciones a una situación de desamparo colectiva en la que no reconocemos ya ni siquiera nuestro déficit de naturaleza, un diagnóstico que ya es clínico. Pero si nos detenemos a pensar la significación de los árboles descubrimos que son el mayor milagro para la vida en la tierra, transforman la luz del sol en energía, fijando CO2. Junto a las algas mantienen la vida en nuestro planeta. Tras convertir incalculables cantidades de rayos de sol en oxígeno y azúcar, una buena parte de los árboles de nuestras latitudes se desprende de todas sus hojas fatigadas para retomar una vez más su labor en primavera. Una hazaña que requiere de un parón, un alto en el camino y que además revierte en los suelos, en sus horizontes, en su biodiversidad y salud, abonando cada estación las semillas y raíces. Ahora que llegan los fríos que soplan y limpian nuestros paisajes, los árboles, todos, dan cobijo a aves, mamíferos e insectos de todos los tipos, tamaños y colores, jalonan los suburbios, cimbrean y rugen.
Pero resulta que las hojas molestan, incordia verlas caer como una lluvia amarilla, anaranjada, que tapiza nuestras calles cementadas, pavimentadas, enlosadas, imprimiendo sin embargo tonalidades excepcionales sobre la estética moderna de lo cuadriculado, de los no lugares que la contemporaneidad ha llenado de plásticos, rectas y, sobre todo, de renuncias a nuestra esencia. Ahora que por fin llegó el otoño resulta que queremos remondar y desvastigar las arboledas porque “siempre se ha hecho así” o “porque si no se podan se mueren”. Las catedrales vivas más soberanas de la vida en la tierra, los faros que sostienen la vida padecen antes de tiempo el trasmocho y el escarnio público. Ahora que por fin llegó y los paisajes se transforman radicalmente, dejemos caer las hojas de los árboles aunque sea en silencio hasta cubrir los asfaltos, las alcantarillas, los parques y jardines, dejemos que se deslice por entre nuestras precipitadas rutinas cubriendo también a los cenizos. Solo así podremos ser conscientes de lo que somos. Ahora que por fin llegó el otoño no lo deshagamos.
La importancia de tener calles limpias va más allá de la estética. Fomenta la salud, seguridad y un entorno agradable. Cuidar nuestras calles es responsabilidad de todos. ¡Comunidad limpia, comunidad sana!
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